AUDIENCIA GENERAL DE JUAN PABLO II

Miércoles 9 de julio de 2003

 

Súplica ante la angustia

1. Acaba de proclamarse el salmo 142, el último de los llamados "salmos penitenciales" en el septenario de súplicas distribuidas en el Salterio (cf. Sal 6; 31; 37; 50; 101; 129 y 142). La tradición cristiana los ha utilizado todos para implorar del Señor el perdón de los pecados. El texto en el que hoy queremos reflexionar era particularmente apreciado por san Pablo, que de él dedujo la existencia de una pecaminosidad radical en toda criatura humana. "Señor, ningún hombre vivo es inocente frente a ti" (v. 2). El Apóstol toma esta frase como base de su enseñanza sobre el pecado y sobre la gracia (cf. Ga 2, 16; Rm 3, 20).

La Liturgia de Laudes nos propone esta súplica como propósito de fidelidad e invocación de ayuda divina al comienzo de la jornada. En efecto, el salmo nos hace decirle a Dios:  "En la mañana hazme escuchar tu gracia, ya que confío en ti" (Sal 142, 8).

2. El salmo inicia con una intensa e insistente invocación dirigida a Dios, fiel a las promesas de salvación ofrecida al pueblo (cf. v. 1). El orante reconoce que no tiene méritos en los que apoyarse y, por eso, pide humildemente a Dios que no se comporte como juez (cf. v. 2).

Luego describe la situación dramática, semejante a una pesadilla mortal, en la que se está debatiendo:  el enemigo, que es la representación del mal de la historia y del mundo, lo ha empujado hasta el umbral de la muerte. En efecto, se halla postrado en el polvo de la tierra, que ya es una imagen del sepulcro; y lo rodean las tinieblas, que son la negación de la luz, signo divino de vida; por último, se refiere a "los muertos ya olvidados" (v. 3), es decir, los que han muerto para siempre, entre los cuales le parece que ya está relegado.

3. La existencia misma del salmista está destruida:  ya le falta el aliento, y su corazón le parece un pedazo de hielo, incapaz de seguir latiendo (cf. v. 4). Al fiel, postrado en tierra y pisoteado, sólo le quedan libres las manos, que se elevan hacia el cielo en un gesto de invocación de ayuda y, al mismo tiempo, de búsqueda de apoyo (cf. v. 6). En efecto, su pensamiento vuelve al pasado en que Dios hacía prodigios (cf. v. 5).

Esta chispa de esperanza calienta el hielo del sufrimiento y de la prueba, en la que el orante se siente inmerso y a punto de ser arrastrado (cf. v. 7). De cualquier modo, la tensión sigue siendo fuerte; pero en el horizonte parece vislumbrarse un rayo de luz. Así, pasamos a la otra parte del salmo (cf. vv. 7-11).

4. Esta parte comienza con una nueva y apremiante invocación. El fiel, al sentir que casi se le escapa la vida, clama a Dios:  "Escúchame enseguida, Señor, que me falta el aliento" (v. 7). Más aún, teme que Dios haya escondido su rostro y se haya alejado, abandonando y dejando sola a su criatura.

La desaparición del rostro divino hace que el hombre caiga en la desolación, más aún, en la muerte misma, porque el Señor es la fuente de la vida. Precisamente en esta especie de frontera extrema brota la confianza en el Dios que no abandona. El orante multiplica sus invocaciones y las apoya con declaraciones de confianza en el Señor:  "Ya que confío en ti (...), pues levanto mi alma a ti (...), me refugio en ti (...), tú eres mi Dios". Le pide que lo salve de sus enemigos (cf. vv. 8-10) y lo libre de la angustia (cf. v. 11), pero hace varias veces otra súplica, que manifiesta una profunda aspiración espiritual:  "Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios" (v. 10; cf. vv. 8 y 10). Debemos hacer nuestra esta admirable súplica. Debemos comprender que nuestro bien mayor es la unión de nuestra voluntad con la voluntad de nuestro Padre celestial, porque sólo así podemos recibir en nosotros todo su amor, que nos lleva a la salvación y a la plenitud de vida. Si no va acompañada por un fuerte deseo de docilidad a Dios, la confianza en él no es auténtica.

El orante es consciente de ello y, por eso, expresa ese deseo. Su oración es una verdadera profesión de confianza en Dios salvador, que libera de la angustia y devuelve el gusto de la vida, en nombre de su "justicia", o sea, de su fidelidad amorosa y salvífica (cf. v. 11). La oración, que partió de una situación muy angustiosa, desemboca en la esperanza, la alegría y la luz, gracias a una sincera adhesión a Dios y a su voluntad, que es una voluntad de amor. Esta es la fuerza de la oración, generadora de vida y salvación.

5. San Gregorio Magno, en su comentario a los siete salmos penitenciales, contemplando la luz de la mañana de la gracia (cf. v. 8), describe así esa aurora de esperanza y de alegría:  "Es el día iluminado por el sol verdadero que no tiene ocaso, que las nubes no entenebrecen y la niebla no oscurece (...). Cuando aparezca Cristo, nuestra vida, y comencemos a ver a Dios cara a cara, entonces desaparecerá la oscuridad de las tinieblas, se desvanecerá el humo de la ignorancia y se disipará la niebla de la tentación (...). Aquel día será luminoso y espléndido, preparado para todos los elegidos por Aquel que nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos ha conducido al reino de su Hijo amado.

"La  mañana  de  aquel  día  es la resurrección futura (...). En aquella mañana brillará la felicidad de los justos, aparecerá la gloria, habrá júbilo, cuando Dios enjugue toda lágrima de los ojos de los santos, cuando la muerte sea destruida por último, y cuando los justos resplandezcan como el sol en el reino del Padre.

"En aquella mañana el Señor hará experimentar su misericordia (...), diciendo:  "Venid, benditos de mi Padre" (Mt 25, 34). Entonces se manifestará la misericordia de Dios, que la mente humana no puede concebir en la vida presente. En efecto, para los que lo aman el Señor ha preparado "lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó"" (PL 79, coll. 649-650).