AUDIENCIA GENERAL DE JUAN PABLO II

Miércoles 5 de febrero de 2003

 

Invitación universal a la alabanza divina 

1. Prosiguiendo nuestra meditación sobre los textos de la liturgia de Laudes, volvemos a considerar un salmo ya propuesto, el más breve de todos los que componen el Salterio. Es el salmo 116, que acabamos de escuchar, una especie de pequeño himno, semejante a una jaculatoria que se dilata en una alabanza universal al Señor. El contenido del mensaje se expresa en dos palabras fundamentales:  amor y fidelidad (cf. v. 2).

Con estos términos el salmista ilustra sintéticamente la alianza entre Dios e Israel, subrayando la relación profunda, leal y confiada que existe entre el Señor y su pueblo. Escuchamos aquí el eco de las palabras que Dios mismo había pronunciado en el Sinaí al presentarse ante Moisés. "Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad" (Ex 34, 6).

2. El salmo 116, a pesar de su brevedad y esencialidad, capta el núcleo fundamental de la oración, que consiste en el encuentro y en el diálogo vivo y personal con Dios. En ese acontecimiento el misterio de la divinidad se revela como fidelidad y amor.

El salmista añade un aspecto particular de la oración:  la experiencia orante debe irradiarse al mundo, transformándose en testimonio ante quien no comparte nuestra fe. En efecto, al inicio, el horizonte se ensancha a "todas las naciones" y "a todos los pueblos" (cf. Sal 116, 1), para que ante la belleza y la alegría de la fe también ellas sean conquistadas por el deseo de conocer, encontrar y alabar a Dios.

3. En un mundo tecnológico minado por un eclipse de lo sagrado, en una sociedad que se complace en cierta autosuficiencia, el testimonio del orante es como un rayo de luz en la oscuridad.
En un primer momento sólo puede despertar curiosidad; luego puede llevar a la persona reflexiva a preguntarse por el sentido de la oración; y, por último, puede suscitar un creciente deseo de hacer esa misma experiencia. Por eso, la oración no es nunca un hecho solitario, sino que tiende a dilatarse hasta implicar al mundo entero.

4. Comentando el salmo 116, nos servimos ahora de las palabras de un gran Padre de la Iglesia de Oriente, san Efrén el Sirio, que vivió en el siglo IV. En uno de sus Himnos sobre la fe, el decimocuarto, expresa el deseo de no dejar nunca de alabar a Dios, implicando también "a todos los que comprenden la verdad" divina. He aquí su testimonio: 

"¿Cómo puede mi arpa, Señor, dejar de alabarte? ¿Cómo podría enseñar a mi lengua la infidelidad? Tu amor me ha dado confianza en mi apuro, pero mi voluntad sigue siendo ingrata (estrofa 9).

Es justo que el hombre reconozca tu divinidad; es justo que los seres celestiales alaben tu humanidad; los seres celestiales quedaron asombrados de ver hasta qué punto te anonadaste; y los de la tierra de ver cuánto has sido exaltado" (estrofa 10:  L'Arpa dello Spirito, Roma 1999, pp. 26-28).

5. En otro himno (Himnos de Nisibi, 50), san Efrén confirma ese compromiso de alabanza incesante, y explica que su motivo es el amor y la compasión divina hacia nosotros, precisamente como sugiere nuestro salmo.

"Que en ti, Señor, mi boca rompa el silencio con la alabanza. Que nuestras bocas expresen la alabanza; que nuestros labios la confiesen; que tu alabanza vibre en nosotros (estrofa 2).

Dado que en nuestro Señor está injertada la raíz de nuestra fe, aunque se encuentre lejos, se halla cerca por la unión del amor. Que las raíces de nuestro amor estén unidas a él; que la plena medida de su compasión se derrame sobre nosotros" (estrofa 6:  ib., pp. 77. 80).